Crónica
de la fundación de Buenos Aires (1536‑1580)
Por Basilio A. Raymundo *
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El
Río de la Plata encerraba un extraño atractivo. Hombres como el veneciano
Gaboto y el gallego Diego García, desobedeciendo las reales órdenes de alcanzar
las Molucas en busca de especias, fueron tentados por el canto de sirena de sus
aguas, remontaron sus afluentes, animados por noticias sobre la existencia de
raro y plata, más valiosos que la nuez moscada, la pimienta y la canela.
Los marinos eran los hombres más informados,
quizá los únicos anoticiados de primera mano sobre lo que acontecía en el
mundo. Periodistas orales de una época rica en novedades. En las tabernas de
los puertos y en las ventas de los caminos se comentaban los hechos de mar,
expediciones, descubrimientos, hazañas v tragedias, a menudos trocados en
leyenda por la fértil imaginación de los navegantes.
En el puerto de Sevilla compartían sus
anises y aguardientes, sus málagas y oportos, trenzados en interminables
partidas de naipes y tiros de cubilete, españoles y portugueses,
"christiaos novos" y moriscos, tudescos luteranos y genoveses
papistas. Las posadas desbordaban de hombres ansiosos por incorporarse a la
aventura. El rico botín arrancado a los incas, recién traído por Pizarro, enceguecía,
desde los vidriados escaparates de la Casa de Contratación, o quienes lo
contemplaban.
En un bodegón, junto a los muelles del
Guadalquivir, se comentaba por centésima vez el viaje prodigioso de Magallanes
y Elcano, se exaltaba la increíble hazaña de Alejo García, quien luego de
cruzar espesas selvas y ríos caudalosos, alcanzó las altas tierras donde
abundaba la plata, para regresar cargando su tesoro, que un certero flechazo le
impediría disfrutar. Asombraba la aventura del grumete de Solís, Francisco del Puerto,
que permaneció 10 años entre los nativos, aprendiendo sus costumbres y sus
hablas. Se conocían las relaciones de Gaboto sobre tierras y climas, con mansos
indígenas y potenciales riquezas. Sabían de los itinerarios de Américo
Vespucio, experto en astrolabios y portulanos. Y de tantos otros que, dejando
atrás la Osa Mayor, contemplaron por vez primera la Cruz del Sur.
¿Cómo no soñar con iguales hazañas en la
tierra prometida? Mientras un ciego musitaba cantigas del Rey Sabio y romances
de moros y cristianos, todos atendían el relato que más cautivaba a los
oyentes. Alguien contaba que un tal Francisco César, marino de Gaboto, estuvo
en una ciudad resplandeciente de oro y plata, con palacios revestidos de
mármol, donde fue recibido por el Rey Blanco. Cuando terminó el relato uno de
los oyentes le puso paños fríos al contagioso entusiasmo de los presentes
recordándoles, descreído: "‑¿Acaso ignoráis que el Paco es andaluz?",
aunque allá entre sí se preguntaba si no sería verdad. Pero muchos creyeron en
la existencia del fabuloso país y, aún dos siglos más tarde, hubo quien salió
en busca de la Ciudad de los Césares, pluralizando el nombre del alucinado.
Lejos de la entrada, junto a una ventana,
dos hombres estaban enredados en una partida de ajedrez y vigilaban el trabajo
de su gente sobre el muelle. Eran intermediarios de la Casa de Contratación,
proveedora de los navíos que partían rumbo a Indias. Sobre sus pechos, que no
en sus corazones, lucían pequeñas cruces. El más viejo, interrumpiendo el
juego, le dijo al muchacho: "‑Oye Antón, ¡qué bueno sería embarcar en una
de estas expediciones'" El más joven respondió extrañado: "‑¿Y qué
negocio podríamos hacer con los salvajes?" Y el viejo: "‑¿Qué mejor
negocio para nuestras vidas que poner la Mar Océana entre nosotros y las
hogueras del Santo Oficio? Una vez allá Dios dirá." Abandonaron ahí mismo
los trebejos, resueltos a prepararse para la gran partida, en agosto, en el
fragor del verano.
Alerta en palacio
Don
Lope Hurtado de Mendoza, embajador en Portugal, pidió audiencia al emperador
Carlos I de España y V de Alemania. Trajo importantes nuevas. En el palacio del
conde de Fuensalida, en Valladolid, acompañado por su gentilhombre de cámara,
el guadijeño Pedro de Mendoza, de rancia nobleza y cuantiosa fortuna, el
emperador, apoyada su pierna atenaceada por la gota, sobre bordados cojines,
hacía conjeturas sobre el motivo de la venida de Lope a Toledo, sin previo
llamado. Repasó el estado de sus relaciones con el país vecino. Los límites
estaban fijados desde hacía años, sin problemas. Su matrimonio con Isabel de
Portugal alejaba cualquier inquietud en cuanto a la amistad de Juan 111. Pero
allá en las Indias, ¿no pretendería el lusitano empujar hacia el poniente la
línea establecida por el papa Alejandro VI en Tordesillas? Después de la
Reconquista sólo Portugal podía competir con España en el Atlántico.
Don
Pedro escuchó con atención al emperador que, mientras acariciaba sus barbas
bermejas, expresó sus preocupaciones en un trabajoso español, con duras
resonancias teutónicas. Las noticias que trajo Lope confirmaban sus sospechas.
La corte portuguesa abrigaba serios designos con respecto a las costas que
bañaba el Plata. Una flota comandada por Martín Alonso de Souza había surcado
sus aguas, poco tiempo atrás, con la orden de imponer los derechos de Portugal
e iniciar la colonización. El oportuno temporal que desorganizó la expedición,
ya pronta a cumplir su objetivo, no logró impedir que alguna de sus naves
alcanzara a visitar el delta del Paraná. Sus tripulantes regresaron a Lisboa
contando maravillas sobre la extensión v belleza de la ribera, del buen clima y
abundante vegetación. El río de Solís era la llave maestra de acceso a las
vastísimas tierras que culminaban en las altas sierras del Perú.
Panzudos galeones llegaban cargados con
oro y plata de América, confirmando la necesidad de conservar aquellos
dominios, cuya riqueza, al decir de Hernando Pizarro: "Es una cosa que
hasta hoy no se ha visto en Indias otra semejante". Carlos soñaba con
dominar Europa desde el Oder hasta Portugal, desde Flandes hasta Sicilia,
reunir todo el mundo católico bajo su cetro, hacer que los herejes volviesen al
seno de la Iglesia y convertir a los paganos a la fe cristiana. Francisco I de
Francia, no menos ambicioso que Carlos, era el gran obstáculo. Contra sus
fuerzas guerreó en Italia, donde fue vencido.
En las arcas imperiales escaseaba el oro,
insustituible impulsor de ejércitos y expediciones, y se acumulaban las deudas
con los Fugger de Augsburgo, los Espínola y otros banqueros. ¿Cómo conseguirlo?
Ya los pueblos no podían soportar nuevas cargas fiscales. El levantamiento de
los comuneros de Castilla contra los impuestos abusivos fue una advertencia. En
Italia, las tropas impagas habían impulsado al Condestable de Borbón a encabezar
el saqueo de Roma, avergonzándolo ante la cristiandad. La única fuente de
recursos para financiar su política de expansión eran las Indias, fuente al
parecer inagotable. Por eso había urgencia en cerrarles el paso a los
portugueses. Le quitaba el sueño pensar que sus vecinos pudieran disputarle la
porción austral del imperio, "donde no se ponía el sol". Era una
necesidad impostergable establecer en el río de Solís, ya nombrado de la Plata,
un asiento que controlase las puertas de tan ricas posesiones. Pero no se
contaba con los fondos imprescindibles para costear una expedición de
envergadura.
La gran expedición
Pero
allí estaba Don Pedro de Mendoza, hombre emprendedor y audaz, tanto cuanto
ambicioso. Aceptó el desafío y de inmediato propuso al emperador hacerse cargo
de una "Jornada de Indias", organizada con sus propios recursos, sin
tomar un solo maravedí de las arcas reales. Además de acrecentar fama y
fortuna, esperaba Don Pedro hallar en América el guayaco, planta cuya eficacia
para combatir el mal que lo aquejaba, tanto encarecía su médico.
Se firmaron las capitulaciones reales,
que lo proclamaban "primer adelantado del Río de la Plata", con
plenos poderes, comprometiéndose a establecer un asiento en la costa, a
"calar la tierra hasta llegar al Mar del Sur" y levantar tres
fortalezas de piedra sobre los vastos territorios que estarían bajo su
autoridad. Ni Don Carlos ni Don Pedro se quedaron cortos al convenir el reparto
del probable botín, tras la conquista de "algún imperio opulento" o
el "despojo de un príncipe vencido".
La noticia de la próxima partida corrió
con presteza. Estaba fresca la mágica visión de los tesoros traídos del Perú.
Más de cincuenta caballeros, hidalgos, gentileshombres, capitanes y una
multitud de marineros, grumetes, calafates y hasta gañanes destripaterrones,
que jamás habían pisado la cubierta de un navío, se apersonaban a los
organizadores ofreciendo sus servicios. Tentados por la aventura, ambiciosos de
riqueza y de poder, casi todos los jóvenes, algunos todavía imberbes,
españoles, andaluces los más, portugueses, lansquenetes alemanes, genoveses,
flamencos y algún inglés o griego, se atropellaban por encontrar un lugar en la
flota. Muchos empeñaron bienes y ropa para comprar armas. Cuarenta años atrás
Cristóbal Colón hubo de reclutar gente en las cárceles, ahora debía anticiparse
la partida para poner fin al interminable asedio de aspirantes a vivir la
aventura.
Partieron de Sevilla, río abajo, trece
naos, galeones, carabelas y bergantines, que transportaban unos mil quinientos
hombres. En Sanlúcar completaron la carga de provisiones y de noventa y dos
yeguas y caballos, bien contados y pagados a buen precio. Era su almirante Don
Diego de Mendoza, hermano de Don Pedro y Juan de Osorio comandaba la fuerza
expedicionaria. Juan de Ayolas oficiaba de alguacil mayor, Pérez de Haro era el
escribano. Nada se sabe del maestro de plata, que solía acompañar las
expediciones con la misión de dirigir lo relacionado con la recolección y la
vigilancia del metal sustraído a los nativos. No faltaban clérigos que
esperaban salvar el alma de los indios, convenciéndolos de las ventajas de la
fe y la sumisión a los civilizados europeos.
El
24 de agosto de 1535 vieron, llenos de esperanza, cómo se hinchaban las velas,
mientras las proas enfilaban hacia Canarias, tierra de marinos, buenas mozas y
buen vino. Allí permanecieron cuatro semanas y se sumaron tres naves con sus
tripulantes, completando la expedición de mayor despliegue, la más grande que
partiera hacia el nuevo mundo. Eran mil ochocientos hombres repartidos en
dieciséis navíos. Tocaron Cabo Verde a fines de octubre e iniciaron el cruce de
la Mar Océana. Pasarían un mes sin ver tierra. Aliviaba la soledad de algunos
la presencia de unas pocas mujeres, esposas de capitanes o gentileshombres, o
criadas, esclavas o "amas de llave", que habrían de atenuar el rigor
de la travesía. María Ávila era la compañera del adelantado.
Por humanitaria decisión de Su Majestad
se dispuso "que seáis obligado a llevar a dicha tierra un médico y un cirujano
y un boticario, para que curen a los enfermos que en ella y en el viaje
adolescieran". Hernando Zamora, cirujano de la armada y ~' médico
particular de Don Pedro, fue el elegido.
Atrás quedaron Canarias y Cabo Verde. Se
inició la gran travesía. Ya en pleno trópico, las naves casi inmóviles, apenas
hamacadas por un blando oleaje, sobre una mar espesa, como sopa de algas y
sargazos, con sus velas ociosas, esperaban viento favorable. Semisentado en su
camastro, sobre la cubierta de la "Magdalena", en noche sin luna, el
adelantado meditaba. El fuego de San Telmo jugueteaba en lo alto del palo
mayor, mientras la inmensa bóveda de negro terciopelo se poblaba de diamantes.
Disimulaba su impaciencia por esa calma que ya se prolongaba demasiado. Sólo se
oía el sordo golpeteo de las olas en el casco. Lo rodeaban en silencio, además
de María, Juan de Ayolas, Zamora, un sacerdote y el grumete de turno. Cuando
parecía completamente dormido un trueno lo sobresaltó. Ya sus gentes lo habían
puesto bajo abrigo, en el castillo de popa, al resguardo de la repentina lluvia
tropical. Pronto el viento volvió a impulsar las velas en busca del Río de la
Plata, nombre de argentinas resonancias, que animaba las esperanzas de todos.
Alonso Cabrera, a cargo de la
"Santiago", ocasionó a Don Pedro el primer disgusto. Su mente
extraviada lo impulsó a dirigir su nave, puñal en mano, hacia las costas del
Brasil. Allí debió afrontar lo rebelión de sus tripulantes , con respecto al
próximo destino. Llegó a proponer el desguace de la nave para armar varias
menores, a fin de que cada uno se dirigiera a donde le pareciera. Por fin puso
proa al Caribe, llegó a Santo Domingo y de allí se dirigió a España. La
"Santiago" era portadora de buena parte de las provisiones a consumir
durante el viaje y en los primeros tiempos después del arribo. Ya volveremos a
encontrarnos con tan siniestro personaje.
Le acompañaba ahora en el camarote el
único hombre que le hablaba sin el "Don", aunque sólo en privado, el
capitán Francisco Ruiz Galán, serio, responsable, valeroso y de su mayor
confianza. Evocaban su Guadix natal, sus correrías por los floridos sotos y sus
equilibrios sobre las ruinas romanas, las secretas visitas, prohibidas por sus
mayores, a la gigantesca alcazaba dejada por los árabes, con la compartida
esperanza de hallar un moro olvidado en su recinto. Francisco recordó los
versos compuestos por el tatarabuelo de Pedro, a menudo recitados por la gente
del pueblo, esos de la Vaquera de la Finojosa. Evocaron consejas de viejas
criadas, que de tan repetidas permanecían en la memoria, como si las hubiesen
vivido. Los deslumbraba el relato de la entrada de los Reyes Católicos en su
Guadix recién liberada, hacia 1489 con su colorido cortejo de grandes de
España, en cabalgaduras lujosamente enjaezadas, y de los capitanes que
terminaron con el dominio árabe, mientras las moriscas lloraban su suerte tras
las ventanas. Sus mentes infantiles se impresionaban con las vicisitudes de
Colón y sobre todo con lo referente a las nuevas tierras descubiertas, esas Indias
pobladas por gentes tan distintas a las de España. Así colmaban de visiones
fantásticas las noches de sus niñeces.
Ahora hablaban de lo realmente vivido por
ellos. Pedro refirió, con indisimulada malicia sabrosas anécdotas sobre
encumbrados caballeros y nobilísimas damas, recogidas durante su permanencia en
la corte, como paje del embajador. Luego los años mozos, los amores, las
cacerías y la compartida milicia en Italia. El triunfo de Pavía, con el rey
francés prisionero. El sacrílego saqueo de Roma, donde acrecentaron su
hacienda, compartiendo tres días de brutales excesos con los lansquenetes
herejes, mientras el papa Clemente VII se encontraba, para escándalo de los
fieles, sitiado en el mausoleo de Adriano, el mismo Clemente (que dos años más
tarde impondría la corona imperial, la misma que luciera Carlomagno, en la
testa de Carlos V. La peste, y no las fuerzas de Roma, los obligó a retirarse.
A1 memorar hechos de armas surgía con frecuencia el nombre de Osorio, valeroso,
presente en los lugares de peligro, armado y obedecido como ningún otro por sus
soldados.
¿Traición?
El fraterno diálogo se diluyó hasta el
silencio, cuando un grumete llamó a la puerta. Anunció que el capitán Ayolas
pedía hablar, sin testigos, con el adelantado. Entró Ayolas y su severa
expresión anticipó la gravedad del asunto. Dijo que con profundo dolor se
sentía obligado a denunciar que a bordo se conspiraba contra la autoridad de
Don Pedro. Puso por testigo al capitán Medrano. Mendoza le urgió a hablar.
Mientras se persignaba exclamó: "Yo, Juan de Ayolas, juro por esta cruz
decir la verdad". La denuncia era tan grave como breve: durante la
permanencia en Cabo Verde el capitán Osorio había hecho consideraciones sobre
el estado de postración del Adelantado y su falta de energía para dirigir la
alta empresa y se atrevió a decir que no era posible continuar obedeciéndole.
Mendoza, no demasiado sorprendido,
quedó solo con María. Era consciente de su debilidad y más aún de la audacia,
las ambiciones y la fuerza de sus capitanes. Los había visto en combate ganar
prestigio y autoridad ante sus hombres. Eran jóvenes, movidos por iguales
ansias de poder y riqueza. Todos se sentían conquistadores. Ninguno admitía ser
segundo de nadie. Entre ellos se destacaba Osorio, tenía el carisma y la
prestancia de los jefes natos, aptitud de mando y fidelidad de sus
subordinados. Don Pedro pensó que no había de ser Osorio el único que anidaba
en su corazón impulsos rebeldes.
Los jóvenes capitanes sabían que la
ambición habría de enfrentarlos entre sí, sentían aflorar resentimientos por
viejas ofensas y cuentas pendientes, celos exacerbados por el prolongado
encierro en el estrecho espacio de las naves, bajo un clima agobiante. No eran
ninguna garantía de obediencia a un hombre, si no viejo, envejecido para sus
cuarenta y tantos años, vividos no demasiado santamente.
Durante el lento navegar el adelantado
maduró su juicio, se convenció de que no cabían alternativas. Trató de no
pensar en el castigo al que lo obligaban las circunstancias. Desde afuera le
llegó el eco de unas risas. Tratando de poner un paréntesis en su inquietud,
hizo entrar a sus habituales contertulios. Comentaban el risueño episodio
ocurrido frente al Tenerife. Provocaron la sonrisa de Don Pedro cuando
recordaron que su lejano pariente, Jorge Mendoza, se enamoró de la hija de un
personaje de la isla y con inconsciente audacia la raptó. El gobernador amenazó
con cañonear la flota si no devolvían la a la gentil canaria y allí mismo la
desposaba el atrevido. El maestre de campo Juan Osorio defendía al raptor,
mientras el alguacil Ayolas argüía la legalidad del reclamo canario. Felizmente
todo terminó en fiesta de boda. El grumete rió con malicia, María escuchaba
embobada, el cura se santiguaba y Don Pedro permaneció serio.
Las dudas y los dolores lo acosaban.
Falto de sueño se hizo conducir a cubierta. Se abstraía en la contemplación del
firmamento. Algunas estrellas han dejado de aparecer en el cielo boreal, otras,
nuevas para él, se levantaban por el sur, donde se destacaba el Crucero. A
veces pedía que lo acompañara un cantaor que, a dúo con María, entonaba algunas
cantigas al son de la guitarra.
En una ocasión quedó a solas con Zamora.
Mientras conversaban sobre sus males le hizo una pregunta que desde tiempo
atrás tenía "in pectore". "¿Qué sabéis de este mal que antes no
se conocía y hoy me atormenta no sólo a mí sino a tanta gente de armas?"
El médico explicó con paciencia. Le recordó aquel bubón de la ingle y la
especie de sarampión sin fiebre que de seguido le cubrió el cuerpo. Se trataba
de un morbo traído de América por los conquistadores, al que los franceses
llamaban "mal napolitano" y los italianos, devolviendo la gentileza
denominaban "mal gálico". Para los teólogos era un castigo del cielo
"por la luxuria en que hoy peca la gente" y su mejor remedio era una
misa en memoria de San Job. "Ni Galeno ni Avicena hablaron de vuestro mal.
Un médico poeta italiano, Fra Castoro, recomienda el guayacán, planta que se da
en América, graciosamente concedida por los dioses para curar a un indio
llamado Siphilo. Confío en que la resina de esta maravillosa planta os
devolverá la salud. Pero hay tal demanda de ella en España que ya no se
encuentra en botica alguna", sentenció Zamora poniendo fin a su erudita
exposición.
¿Justicia?
Muchas veces, a solas, volvió Mendoza a
reflexionar sobre la denuncia. La conclusión fue siempre la misma. El castigo
debía ser ejemplar, para desalentar probables rebeldías de otros capitanes.
Ayolas y Medrano cuidaron que no se debilitara la decisión ya tomada. Sobre el
ánimo decaído del adelantado se sumó la pérdida de una carabela, que se
destrozó contra los acantilados de la costa brasileña. Los náufragos que
lograron alcanzar tierra fueron muertos por los indios, a la vista de las otras
embarcaciones.
A
últimos de noviembre, Mendoza recaló con tres navíos en la bahía de Guanabara,
mientras los otros once siguieron hacia el Plata, en busca de un lugar propicio
para asentar un real. Diego de Mendoza los comandaba. El adelantado y su gente
desembarcaron. El juicio contra Osorio ya estaba "escriturado" por el
escribano Pérez de Haro: "Fallo: que doquiera y en cualquier parte que sea
tomado el dicho Juan de Osorio, mi maestre de campo, al cual declaro por
traidor y amotinador, sea muerto a puñaladas o estocadas hasta que el alma
salga de las carnes". El reo pidió ser escuchado por Mendoza. Se le negó
ese mínimo derecho. Ayolas y Medrano lo sujetaron, lo arrastraron dentro de una
tienda, le arrancaron la daga y se la clavaron tres veces en la espalda. El
moribundo suplicó: "¡Confesión!" Le responden: "¡No,
traidor!" Lo dejaron insepulto en la playa, donde luego lo inhumaron los
salvajes.
Así se cumplió, en tierra fluminense, sin
lugar a defensa, en juicio sumarísimo e inicuo, el fallo de Mendoza. Algunos
capitanes, indignados o temerosos de correr igual suerte, renunciaron a seguir
en la expedición. Entre los soldados se observaba una quietud que presagiaba
tormenta. Idolatraban a Osorio, por su denuedo en el combate y su benevolencia
en la paz, cuando los trataba casi como iguales. Mendoza, alarmado, ordenó
hacerse a la vela sin demora. Ya no habría paz en su corazón. Con argumentos
posteriores a su muerte, se quiso responsabilizar a Osorio de maquinaciones
contra el adelantado. No cabe duda de que, al igual que a otros capitanes, lo
animaban ambiciones de mando. Pero nada pudo probarse. No se descarta que el
encono y, quizás los celos del sombrío y sufriente Don Pedro, alimentados por
Ayolas y su cofrades, lo hayan impulsado a tan severa medida. Tiempo después,
el padre del capitán ajusticiado iniciaría un juicio en defensa de la memoria
de su hijo y demandaría indemnización a los herederos de Mendoza.
Acercándose al Plata
Faltaba
un mes largo para alcanzar las ansiadas costas, donde esperaba el grueso de la
flota. El tedio, los dolores físicos y la sombra de Osorio marcaron el rostro
del adelantado, que leía y meditaba. A veces lo asaltaba una de esas pesadillas
que, adueñándose de cuerpo y alma, parecían más reales que la vida misma.
Entonces, cubierto de sudor, se estremecía y despertaba, con un ronco alarido.
Ya no dormía solo con María. Le pidió a Zamora que lo acompañara en el
camarote. Durante el día lo rodeaban sus más íntimos y trataban de distraerlo
con recuerdos gratos. Acababa de leer en su Tácito, uno de los pocos buenos
libros que llevaba consigo, que "se puede dar algún alivio a la crueldad
presente con la memoria de la felicidad pasada". Pero escuchó, sin alivio
para su pena, la evocación del grande y ya lejano desfile de Sevilla, luego de
la solemne misa en la catedral, encabezada por Don Pedro, el obispo y capitanes
de ganado prestigio, seguidos por los demás expedicionarios. Cuando los
balcones del palacio y las ventanas de las callejas sevillanas, en la plenitud
del verano, lucían cuajados de mozas y de flores, entusiastas chiquillos iban
tras ellos, soñando con un futuro de viajes y conquistas. Los admiraron hombres
y mujeres llegados de Córdoba y de Huelva, de Granada y de Cádiz y de las
aldeas vecinas. Así los despedía la "muy noble, muy leal, muy heroica e
invicta Ciudad" de Alfonso el Sabio. No podían olvidar la Torre de Oro,
coronada de gente, imagen simbólica de Sevilla que se pega a la retina de todo
navegante que baja por el Guadalquivir. Sabían que participaban de la
expedición más grande, de mayor despliegue que partiera hacia América. Y habían
partido muchas, unas legales, otras clandestinas y algunas secretas, del
"servicio de inteligencia" de la corona. No se lo nombraba, pero en
la conciencia de todos estaba la figura de Osorio, el principal organizador de
la expedición. Silencio. Don Pedro se había dormido en brazos de María, no sin
antes memorar al Dante, que al parecer, con mayor experiencia que Tácito,
afirmaba: "no hay dolor más grande que recordar el tiempo venturoso en la
desgracia".
Ahora
lo acompañaba Ruiz Galán, su viejo amigo y confidente, que sabía de su
debilidad física, del progreso de su mal. Don Pedro se preguntaba, en voz alta,
por centésima vez: "¿Habrá sido en verdad culpable?" Si como jefe de
la expedición se viese obligado a delegar e1 mando, ¿no habría sido Osorio, por
sus condiciones, el más indicado para reemplazarlo? Ruiz Galán lo escuchaba en
silencio, Don Pedro continuaba: "¿Qué sería entonces de Ayolas?"
Entre los dos Juanes prefería al segundo, su delfín. Navegaron durante un mes
interminable. El adelantado pasó a bordo las navidades más amargas de su vida,
sin otra celebración que una descarnada Misa de Gallo. Después de cinco meses
de viaje, en los primeros días de 1536, se reunieron las catorce naves en el
Río de la Plata, donde Diego esperaba. Le espantó la noticia de la ejecución.
Con sombrío presentimiento rezó: "Quiera Dios que la ruina de todos no sea
un justo pago por la muerte de Osorio". Aconsejó a su hermano desembarcar
en la costa occidental, a la entrada de m riacho fue serviría de refugio a la
flota.
¿Y esto es América?
Hartos de navegar y de mal comer, bajo el
sol rajante de febrero, sin la menor muestra de entusiasmo, fueron
desembarcando los expedicionarios, con las piernas hundidas en la ría, como la
llamaban los gallegos. Bebieron con avidez, en el cuenco de sus manos, las
claras y frescas aguas, que les supieron a gloria después de tantos meses de
saciar su sed con el turbio contenido de cubas enmohecidas. Eran más de mil
quinientos y sólo tenían abastecimiento para mil, casi todo consumido en la
prolongada travesía. Las primeras miradas sobre la nueva tierra no fueron
promisorias. Nada encima del suelo, ni una loma, ni una choza. Nada hecho por
mano humana.
Tierra reseca, algunos algarrobos y espesos
matorrales de arbustos espinosos, no más altos que un hombre. En contraste,
sobre la margen del riacho, alternando con juncos y espadañas, lucían los
ceibos sus sangrientas flores.
No parecían hombres dispuestos a iniciar
una conquista, sino restos de una tropa en desbande. Ninguno se esforzaba por
aparentar prestancia. Los más, rotosos y barbudos. Quien con un arcabuz, quien
con adarga y espada, quien con un cañoncillo de poca monta, quien portando una
imagen. Los seguían unas docenas de rocines escuálidos. Los primeros hombres
que alcanzaron tierra firme, dicen que eran seis, fueron devorados por
famélicos tigres surgidos del matorral.
Desde tierra, algunos hombres y mujeres,
apenas cubiertas sus vergüenzas, miraban con asombro, a prudente distancia, a
esa gente rara, que lucía variopintas ropas y a esos venados gigantes, los
caballos, que ya ramoneaban las escasas hierbas que les ofrecía este suelo. No
hubo fundación. Simplemente se estableció un real, ostentosamente llamado
Puerto de Nuestra Señora del Buen Aire. El 2 de febrero de 1536. Los naturales
no huyeron, por lo contrario, se acercaron para ofrecerles el más valioso
presente, pescado y carne, que devoraron con avidez, casi crudos. "Los
querandíes nos trajeron alimento diariamente a nuestro campamento durante
catorce días y un solo día dejaron de venir", contó Schmidel.
En lugar del fuerte de piedra estipulado por el emperador, debieron
conformarse con miserables chozas de barro y paja. Las techaron con juncos y
paja brava. Las protegieron con una empalizada. En la noche fulguraban los ojos
de
los tigres y se oía su arañar sobre las
tablas. Ya tenían donde guarecerse, aunque muchos preferían pernoctar en las
naves. Agotadas las provisiones comieron, con obligada sobriedad, restos
deteriorados de galletas y tasajo, acompañándolos con amargas hierbas. Además
de inmundas alimañas y cueros cocidos.
¡Qué lejos el comer y beber y cantar de
las vísperas de la partida! ¡Qué lejos el brillante desfile de la "lucida
gente" por las calles de Sevilla! ¡Qué lejos la Torre de Oro! ¡Qué lejos
sus garbosas mujeres!
Los caballos y yeguas estaban destinados
a la conquista y el transporte, eran tanto o más importantes que las armas.
Algunos soldados, acosados por el hambre, que desbordaba la disciplina, mataron
un caballo y se hartaron de carne fresca, sabrosa, palpitante. Fue su última
cena. Al amanecer tres cuerpos pendían de la horca, mutilados por sus
hambrientos compañeros. Fray Luis de Miranda que, como muchos curas de aquel
tiempo, empuñaba tanto la cruz como la espada y también la pluma, dejó en verso
su testimonio:
"las cosas que allí se vieron
no se han visto en Escrituras,
comer la propia asadura
de
su hermano."
Los que partieron de España soñando con
un imperio, con riquezas minuciosamente repartidas en los papeles, dieron con
una tierra pobre, recorrida por ñandúes y venados y acosada por tigres. Tierra
de indígenas nómades, atrasados y rebeldes. Muchos pensaban, no lo decían, lo
bueno que sería regresar a España, olvidando los sueños de oro y de poder.
Matanza sin provecho
Don Pedro, exasperado por la falta de
víveres, mandó atacar a los indios para imponerles que siguieran enviando
viandas. Inútil pérdida de vidas. En ese primer encuentro murieron más de 30
hombres, entre ellos Diego, su hermano. Los nativos no tardaron en reaccionar.
Flechas y boleadoras, portadoras de fuego, dieron cuenta del rancherío. Los
techos ardieron como teas, justamente en la noche de San Juan. Con santa
resignación, los "conquistadores" puestos a albañiles, alzaron de nuevo
las chozas y las rodearon de un muro de barro. Pero "lo que hoy se
levantaba, caía al suelo mañana".
Pronto aprendieron que poco se puede
esperar de infieles que no labraban la tierra ni criaban ganado, ni mayor ni
menor. En un lugar donde no había raíces comestibles ni frutos silvestres.
¿Cómo podían esos desarrapados, con sus
toscas armas, lograr alimentos para un millar y medio de hambrientos, si apenas
lograban sustentarse a sí
mismos, si necesitan horas de tensa espera o de infatigable
carrera, para dar caza a los esquivos y siempre alerta volátiles, sorprender
algún cuis o mulita somnolientos o dar alcance a los veloces v rasados y
ñandúes?
Para proporcionar por lo menos unos
bocados a cada invasor hacían falta de quince a veinte arrobas de caza o pesca
por día. ¿Y qué podían lograr los propios españoles si ni siquiera disponían de
los mínimos elementos que poseían los indios para cazar y pescar? La pólvora
debía reservarse para la guerra o para cazar alguna perdiz o martineta para la
mesa del adelantado. Además los engreídos peninsulares no estaban dispuestos a
cultivar la tierra, ni podían esperar hasta el verano para recoger la cosecha.
Sobrevibían sitiados por los nativos y por los tigres.
En busca de sustento
Había que obrar sin demora. Se
despacharon navíos río arriba y mar afuera en busca de alimento. Todos
regresaron menguados en hombres y escasos en provisiones. Uno alcanzó la isla
de Lobos "a hacer carne para la gente". En verdad hizo carne y, una
vez cargado de tasajo de lobo marino, desertó rumbo al Caribe, donde esperaban
cambiarlo por buen metálico. En septiembre el mismo Don Pedro salió con
Ayolas y alcanzaron Corpus Christi. La debilidad creciente del adelantado no le
permitió seguir remontando el Paraná y volvió a Buenos Aires, mientras Ayolas,
con sus huestes rateadas, subió en busca del país de la plata y también del
ansiado guayacán para el jefe. Pero no regresó.
Un navío comandado por Juan Salazar de
Espinosa llegó desde Brasil con víveres y con u n grupo de españoles, portugueses
y genoveses que residían en las costas desde los tiempos de Gaboto, con sus
mujeres indígenas y sus hijos mestizos. Servirían de lenguaraces en sus relaciones con los nativos. Informaron al
adelantado de los peligros que amenazaban a Ayolas en el norte. En la
Nochebuena de 1536, la última para Don Pedro, todos asistieron a Misa de Gallo.
Al promediar enero partió Salazar en busca de Ayolas, con tres bergantines y
sesenta hombres. Terminó el verano y ni uno ni otro habían vuelto. Ya no
alcanzaban a un millar los pobladores, contando a los que cumplían alguna
misión aguas arriba. El hambre, las luchas con los nativos, los voraces
jaguares, las enfermedades, las deserciones y los ajusticiamientos, fueron
reduciendo sin pausa la población.
Volver a Guadix
Alarmado
por el agravamiento de la salud del adelantado, Zamora le aconsejó regresar a
España. Es lo que Don Pedro deseaba. Después de 15 meses de pesadilla, los más
penosos de su vida, partió en abril a bordo de la "Magdalena", lo
siguió la "San Antón". Llevan noventa hombres en total. Además de
María y Zamora, lo acompañó lo más granado de sus cortesanos, los de más lustre
y fortuna, temerosos de dejar sus huesos en estos andurriales. Nombró sucesor a
su favorito, Juan de Ayolas y, hasta que éste regresara, a su viejo camarada,
el capitán Ruiz Galán, hombre de confianza, buen administrador de hacienda en
Guadix, pero no dotado para el mando.
En carta a su delfín: "Os dejo por
hijo... no me olvidéis... me voy con seis o siete llagas en el cuerpo, cuatro en
la cabeza y otra en la mano, que no me deja escribir, ni aún firmar". Le
recomendaba continuar la búsqueda del país de la plata. Si encontraba en él
gente de Almagro, le exigiría ciento cincuenta mil ducados como condición para
retirarse. Y que los dineros le fueran enviados vía Panamá, "no dejándome
morir de hambre". En cuanto al botín que obtuviese del saqueo de bienes
indígenas, "que el Señor quisiera poner en su camino", le explicaba
en detalle cómo distribuirlo, reservándose buena parte de lo sustraído,
"en compensación de los gastos hechos por mí". También le aconsejó
llevar la gente de Buenos Aires "arriba" y quemar los navíos, aunque
si alguien quisiera, no más de treinta, podría quedar en Buenos Aires para
cultivos y labranza. No olvidó recomendarle la búsqueda del guayacán.
Resulta difícil establecer cuántas de sus
disposiciones testamentarias respondían a su sano juicio y cuántas son
resultado del delirio provocado por la sífilis, que ya desequilibraba su razón.
Al iniciar su último viaje lo despidió, hombre más, hombre menos, el centenar
de habitantes que aún permanecía en el puerto de Buenos Aires. Presentían que
no llegaría vivo a España. Don Pedro ansiaba volver a respirar los perfumados
aires de su Guadix natal. Deseaba que sus restos descansaran junto a los de sus
antepasados. María, tan debilitada como él, escuchaba sus balbuceos sobre
episodios de su infancia. Su confesor, Don Francisco de la Fuente, adivinó su
pedido de intercesión ante el Señor por el perdón de sus pecados. ¡Y esa sombra
de Osorio que no lo abandonaba!... Intentó en vano tragar la inútil pócima que
le ofrecía Zamora. El 23 de junio sus carcomidos despojos fueron entregados a
las amargas aguas del océano.
En agosto la "Magdalena" arribó
maltrecha a Sevilla. El aspecto de los que desembarcaron inspiraba lástima.
¡Qué distinto al de los que partieron dos años atrás! Martín de Orduña,
encargado de los intereses de Mendoza en España, tenía aparejado un navío con
socorros pronto a partir hacia el Plata, en auxilio del puerto de Buenos Aires.
La visión de los que volvían cayó como un cubo de agua fría sobre el entusiasmo
de los que esperaban ansiosos la partida. La ya lista tripulación desertó en
masa. Los hombres huyeron desalentados hacia sus aldeas.
Allá en el Paraguay
Mientras
tanto Salazar, que había partido en busca de Ayolas, atraído por la dulzura del
clima, la pacífica acogida de los naturales, la abundancia de cultivos y la
gentileza de las mozas guaraníes, fundó la ciudad de Asunción en agosto de
1537. Se enteró del infortunio de Ayolas, ultimado por los indígenas cuando
regresaba cargado de piezas de plata. Con Asunción nació un centro competitivo
para Buenos Aires. El afán de pronto y fácil enriquecimiento no se había
enfriado en la gente que llegara con Mendoza. No habían corrido tantos riesgos,
ni soportado tantas penurias, codeándose a cada paso con la muerte, para
terminar como labriegos en las desoladas orillas del Plata. Para esto
quedáranse en España. No venían a colonizar sino a subyugar a los nativos y a apropiarse
de sus bienes y del fruto de su trabajo. Los fundadores empezaron a emigrar
Paraná arriba, hacia el Paraguay, donde la vida era más fácil que en Buenos
Aires y estaba más cerca del país de la plata. El jefe natural, Ayolas, había
muerto y los títulos provisorios de Ruiz Galán pronto fueron desbordados.
Los que quedaban en Buenos Aires, cada
vez menos, superado el hambre y ganada la amistad, o por lo menos el
"armisticio" de los nativos, sintiéronse ligado a esta tierra,
logrando afirmar una población estable. Fortalecieron las viviendas, cultivaron
la tierra, hallaron buena pesca en el Mar Dulce, que ahora podían abordar sin
peligro de agresión, aprendiendo de los indígenas el arte de cazar en la
llanura venados, mulitas, Guises y ñandúes.
Llegan visitas
El genovés León Pancaldo, que había viajado en la expedición de
Magallanes en calidad de marinero, conocedor de todos los mares, protagonista
de increíbles aventuras, experto y audaz piloto, cuyos servicios se disputaban
Francia, España y Portugal, fue contratado por comerciantes de Italia y
Valencia para dirigir una expedición al Perú, donde vendería a los enriquecidos
conquistadores un cargamento de valiosas mercancías, armas, cotas de malla,
herramientas, telas y ropas finísimas, vinos y otros bastimentos.
Con esta fortuna a bordo partieron de
Cádiz, a fines de 1536, dos naves, la "Santa María", piloteada por
Pancaldo, y la "Concepción", a cargo de su paisano Vivaldo. Ignorando
Buenos Aires, en noviembre del 37 llegaron a las costas patagónicas en busca
del estrecho. A pesar de su pericia y su experiencia tuvieron que renunciar a
su propósito, impedido por violentos temporales. Entonces se resignaron a
dirigirse al Plata "en busca de los Christianos de la gente que había
quedado de Don Pedro, con asiento en una tierra que llaman Buenos Ayres".
La "Concepción" encalló en Río Gallegos, perdiendo casi toda su
carga. Lo que pudo salvarse y la tripulación fueron rescatados por la
"Santa María".
Pancaldo esperaba que los hombres de
Mendoza "siempre que hobieren oro y plata en cantidad" fuesen sus
clientes.
Ya
sobre la margen derecha del Plata, Pancaldo buscó en vano a Buenos Aires, que
no tenía cosa que se pudiera avistar desde el río. Cambió su ansiedad en
alegría cuando vio acercarse un galeón español. Su capitán era Antonio López de
Aguiar, enviado por el muy honrado Orduña, representante del finado Mendoza en
España, que después de su anterior fracaso había logrado organizar una
expedición con doscientos hombres y abundantes socorros para la debilitada
Buenos Aires. A fines del 37 partieron dos naves, la "Santa
Catalina", a cargo de López, y la "Marañona", al mando de
nuestro ya conocido Alfonso Cabrera, hombre díscolo "que andaba siempre
con el cerebro alterado", hasta que la locura terminó con su vida no sin
antes matar a su mujer. Era el mismo que abandonara la expedición de Mendoza,
desviando su nave hacia el Caribe. Ahora, desconociendo las órdenes de Orduña,
siguió Paraná arriba, sin detenerse en Buenos Aires, en busca de Asunción, donde
pronto lo encontraremos.
En Asunción
Así como los cuerdos pueden simular
locura, los que tienen extraviado el juicio pueden, por momentos, parecer
cuerdos. Cabrera pudo aparecer ante Carlos V como hombre de carácter firme y
confiable. Lo designó veedor, con orden de juntar a los pobladores "para
que elijan Gobernador en nuestro nombre y Capitán General de aquellas
Provincias a personas que a Dios y sus creencias parezcan más suficientes para
el cargo". El emperador reconoció así al pueblo como fuente de poder. En
realidad ese capitán general ya había sido elegido por los asunceños, que
formaban una población mucho más numerosa que Buenos Aires. El elegido era
Domingo de Martínez de Irala "que siempre se había mostrado justo y
benevolente con sus soldados", al decir de Schmidel. Irala, que venía del
llano, fue el primer gobernador elegido por "la gente" en estas
tierras, su caudillo natural. Pero a pesar de su indiscutida autoridad, en
muchas de sus decisiones se nota la influencia de Cabrera.
Ya
era Irala capitán general del Río de la Plata. Estableció su gobierno en
Asunción, cuya población creció con el aporte de los que abandonaron Buenos
Aires y con el nacimiento de la primera generación de mestizos. La unión de los
españoles con las fieles guaraníes les aseguró la paz con los nativos,
respetuosos del "cuñadismo" y una mano de obra femenina acostumbrada
a soportar todo el peso del trabajo.
La poligamia generalizada multiplicó esos
beneficios y aseguró el crecimiento demográfico. Alguien, escandalizado por
estas costumbres, llamó a la ciudad "paraíso de Mahoma".
Volvamos a Buenos Aires
Pancaldo, sin acertar el rumbo, pidió a
López de Aguiar que lo guiase hasta Buenos Aires. Este, que nunca había surcado
el Plata, traía datos precisos proporcionados por la gente de Mendoza que había
retornado en la "Magdalena". Ambas naves enfrentaron el modesto
"puerto" en abril de 1538. Un batel porteño los guió hasta la boca
del Riachuelo, donde estaban algunas de las naves llegadas dos años antes.
López entregó a los regocijados pobladores su carga de bastimentos, conservas,
legumbres, harina, vinos y otras vituallas de tan oportuna llegada.
A su
vez Pancaldo ofreció sus mercancías menos valiosas pero indispensables: harina,
conservas, legumbres. En Buenos Aires nadie tenía medios de pago. Las
adquirieron "a pagar con el primero oro o plata que se nos diera en
cualquier repartimiento que en esta Conquista se hiciere". ¿Esperaban
realmente los porteños llegar a recibir oro y plata? ¿Creía Pancaldo en la promesa
de pagos futuros, o prefirió entregar sus mercaderías de menor valor, temeroso
de que se las decomisaran?
La estrella venturosa del audaz piloto
palideció en Buenos Aires y se hundió en el horizonte del Plata.
Se vio acosado por juicios interminables.
López de Aguiar demandó honorarios por haber guiado la "Santa María"
hasta el puerto. A su vez Pancaldo demandó a su paisano Vivaldo por la pérdida
de la "Concepción". Quienes mandaban en Buenos Aires lo enjuiciaron
por llevar dos esclavos a bordo. Ruiz Galán lo amenazó con hacer servir como
soldados a él y a su gente. Algunos genoveses viajaron a España y reclamaron
ante el Rey el pago de sus mercancías. Este ordenó a Ruiz Galán cumplir con sus
deudas, que seguirían impagas.
La valiosa carga que aún quedaba en la
"Santa María" fue expropiada por balay Cabrera y vendida en Asunción.
Mientras los pleitos llenaban docenas de
hojas, Pancaldo, amargado, murió en Buenos Aires en 1540.
Buenos Aires sobrevivía, a pesar de las
vicisitudes padecidas. No todos se dejaron deslumbrar por el brillo del
problemático oro y de la plata prometida en el nombre del gran río. Aquí se
sintieron en su tierra. No pasaban de medio centenar ‑quizá la gente más simple
y de menos ínfulas, labradores, artesanos, algún sacerdote, puede ser que
ningún gentilhombre‑, quienes más confiaban en el propio esfuerzo que en
soñadas conquistas. Eran los auténticos porteños, los verdaderos fundadores.
Porteños de ley, les diríamos hoy. El puerto tenía su médico, el genovés Blas
de Terranova, remunerado con cincuenta maravedíes, para servir a los vecinos
"por no haber ninguno venido de España". Y también su capilla,
construida por Ruiz Galán con tablas de la "Santa Catalina" ya
inservible para navegar. En ella oficiaba el cura julio Carrasco. Ruiz Galán gobernaba
"con toda paz y concordia, e la gente muy sosegada y pacífica". Con
sus propias manos hizo la primera siembra de maíz.
Delenda est Buenos Aires
Era propósito de bala y de Cabrera
concentrar todas las fuerzas en Asunción, que serviría de base para alcanzar
desde allí las ricas minas del Rey Blanco, a través del Chaco. Bajaron ambos al
puerto de Buenos Aires y el primero, haciendo valer sus títulos dispuso:
"que se diga y publique que todas las personas que se encuentran en él al
presente, se aderecen y apresten a partir e yr en su compañía para el Puerto de
Nuestra Señora de la Asunción, que es al río Paraguay, donde está la restante
gente, para diez plata prometida en el nombre del gran río. Aquí días del mes
de mayo".
La orden fue cumplida, no a sangre, pero
sí a fuego, a fines de junio de 1541.
"Para ello se quemaron la nave que
estaba en tierra por fortaleza y la iglesia y casas de madera, sin embargo del
clamor de las querellas de los pobladores", según relató Pedro Hernández,
testigo de la destrucción.
Mientras
el poblado arde, ante el disgusto y el dolor de la gente, Alonso Cabrera
contemplaba el incendio "con extraña alegría en sus ojos". bala se
sintió triunfante. Ruiz Galán, desaparecida Buenos Aires, quedó sin poder.
También él marchó a Asunción, donde moriría al año siguiente. El puerto de
Nuestra Señora de Buenos Aires volvió a fundirse con la inmensa llanura
desierta, donde fuera plantado por Mendoza cinco años atrás. Sólo quedaban,
dispersos, caballos y yeguas, que se multiplicarían hasta inundar las pampas.
Los indígenas aprenderían a cabalgarlos y también a alimentarse con su carne y
protegerse con sus cueros.
Los ejecutores dejaron su mensaje,
dentro de una boya coronada con una cruz. Recomendaban a quienes llegaran a
Buenos Aires que "si hicieran pueblo hanlo de cercar con una empalizada o
cerca por manera que no pudieran quemallo de noche los enemigos y no los coman
los tigres, que hay muchos".
Testimonios
En un informe levantado por Alvar Núñez
Cabeza de Vaca un año más tarde en Asunción, los testigos del arrasamiento
rindieron testimonio: El piloto portugués Benito Luis dijo: "que el tiempo
de que dicho Capitán Domingo de Irala, alzó y despobló dicho Puerto, fue contra
la voluntad de toda la gente que en dicho Puerto residía"... "que
estaba muy reformado, con su cerca de árboles plantados e casas fuertes, hechas
de madera y una nao encallada en tierra, con muchas rozas, bastimentos,
ganados, gallinas y todas las cosas necesarias, que era como estar en un lugar
abundoso de los de España..." "y así se vio que le pesó a toda la
gente generalmente, y no quisieron que se alejara ni despoblara..."
"y asimismo sabe que el dicho Puerto de Buenos Aires pudiera sustentarse
en mucho sin peligro alguno con la gente que en él estaba, porque tenían
experiencia y conocimiento de la tierra y estaban hechos a ella y corrían la
tierra y los indios no osaban acometer". El flamenco Simón Jacques
confirmó esta declaración y agregó: "al tiempo que dicho Capitán Domingo
de Irala, alzó y despobló dicho Puerto, fue en contra de la voluntad de toda la
gente que en dicho puerto residía".
Juan Romero, que en ausencia de Ruiz
Galán había estado al frente de la guarnición, manifestó "que la gente
vivía con mucha paz y concordia" y "serían hasta cincuenta hombres
hartos y contentos y muy sanos, que corrían toda la tierra, que no osaban venir
los indios a dicho Puerto". Hubo otras declaraciones, todas coincidentes
con las anteriores. Estos hombres, que con gran sacrificio y confianza en sus
fuerzas, habían logrado arraigar y echar las bases de la futura ciudad, hombres
duros, que ignoraban el llanto, se alejaron con los ojos arrasados en lágrimas
y "decían que lo sentían más que cuando salieron de España e se partieron
de sus propias casas". Ya eran porteños y deseaban seguir siéndolo. Fueron
los primeros "porteños de ley".
Buenos Aires debe renacer
Irala cometió un error que hoy
llamaríamos geopolítico. A1 desguarnecer la entrada de la cuenca del Plata
desobedecía las órdenes fundacionales de Carlos V y suprimía una escala vital
para las naves que, procedentes de España, se dirigían al Paraguay. Las puertas
que permitían llegar al corazón del continente quedaron abiertas, indefensas,
durante cuatro décadas. Felizmente los portugueses, empeñados en dominar a los
bravos tupíes y defender las costas brasileñas de los corsarios holandeses,
franceses y españoles, no intentaron asentarse en las márgenes del Mar Dulce.
Lo harían un siglo más tarde.
El propósito de Irala, de abordar el país
del Rey Blanco fue logrado, con alto costo de vidas, después de infructuosas
tentativas, cuando ya los conquistadores procedentes del Perú, se habían
afirmado allí. Muchas veces se replanteó la necesidad de repoblar Buenos Aires.
Entre otros el oidor de la Audiencia de Charcas, Juan Matienzo de Peralta,
decía en cada carta al rey, en 1566: "Hase de poblar desde España el
Puerto de Buenos Aires, donde ha habido otras veces población y hay hartos
indios y buen temple y buena tierra. Las que allí poblaran serán ricos por la
gran contratación que ha de haber de España, Chile y del Río de la Plata y de
esta tierra".
Por fin un puñado de "mancebos de la
tierra" casi todos mestizos, hijos y nietos de quienes llegaron con
Mendoza, y algunos viejos españoles, fundaron definitivamente Buenos Aires. Los
encabezaba un vizcaíno de cincuenta y seis años y los acompañaban indios
amigos. Los que arreaban el ganado desde Santa Fe vinieron por tierra, los
demás en una carabela, la "San Cristóbal", dos bergantines, canoas y
balsas guaraníes.
La misión encomendada en 1572 por el
gobernador de Asunción, de fundar un pueblo a la entrada del Río de la Plata
"porque al servicio de Dios y Su Majestad conviene... intitulándose del
nombre que le pareciere", fue cumplida por Juan de Garay en 1580. Asunción,
hija de la primera Buenos Aires, fue a su vez, madre de la segunda.
Con ellos vino un portugués, con más de
sesenta años a cuestas, uno de los pocos que aún viven, de aquella "lucida
gente" que cuarenta y cinco años antes desfilara optimista, ebria de
esperanza, por las callejas de Sevilla, para embarcar con la expedición de
Mendoza, con no más de quince años. Era Antonio Thomas, el único que superaba a
Garay en edad, respetado por sus años y su saber. El mismo que en Asunción se
hiciera piloto, armador de navíos y agrimensor. No vino solo. Una asunceña, de
la primera generación de mestizos, lo acompañaba desde hacía veinte años.
Después de poner su firma como testigo al
pie del acta fundacional de la ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de
Nuestra Señora de Buenos Ayres y de recibir las bendiciones del padre
Rivadeneyra, Antonio y su compañera recorrieron lentamente el lugar donde se
levantara la aldea de Mendoza, que los jóvenes brazos del portugués habían
ayudado a construir.
Un
viento helado barría la llanura desierta ese 11 de junio de 1580. Ningún rastro
del anterior poblado, ni un montículo que interrumpiese el monótono nivel del
suelo, emparejado por los vientos y las lluvias, apenas cubierto por una
vegetación pobre, de apagados verdes tornándose en amarillos. Algunos indios,
semienvueltos en cueros de potrillo, los observaban desde prudente distancia.
De seguro habían escuchado a sus viejos referir que hacía tiempo habían venido
por el sur unos hombres blancos como estos, que habían traído muerte y que,
cuando se hizo la paz se marcharon, dejando sus caballos. Más lejos, jinetes
montados en pelo, rodeados de numerosa tropilla, la lanza pronta en una mano y
haciendo visera con la otra, vigilaban atentos.
Antón hablaba y su mujer escuchaba, como
si lo oyese por primera vez, aunque lo tenía bien sabido, el relato de su
hombre. Evocó aquella lejana y calurosa mañana de agosto, en un bodegón del
puerto, frente al Guadalquivir cuando, interrumpiendo una partida de ajedrez,
su tío le propuso unirse a la expedición que preparaba Don Pedro de Mendoza.
Recordó los padecimientos del largo viaje y el hambre y el frío que debieron
soportar aquí mismo, donde se encontraban ahora.
No olvidó a las valerosas mujeres,
víctimas de la maliciosas habladurías de la historia, que vinieron con Mendoza.
Eran pocas, no más de veinte, pero valían por muchas. Entre ellas se distinguía
Doña Isabel.
Dejemos que Antón prosiga la charla con
su mujer y escuchemos a la propia Isabel de Guevara, que en carta enviada a la
Reina desde Asunción, en 1556, hacía referencia al comportamiento de las de su
sexo. Le decía que muchos hombres fueron salvados por las mujeres, que los
alimentaban, los cuidaban y los defendían del hambre, de la peste y de los
indios. Fueron cazadoras, guardianas, enfermeras, cocineras. Y reflexionaba:
"si no hubiera sido por ellas, todos fueran acabados..."
Caminando sobre la tierra húmeda pisó
Antón algo resistente, que despertó su curiosidad. Con ayuda del cuchillo logró
desenterrar una pieza cubierta de un verdín que no alcanzó a esconder el
bordado toledano de la empuñadura de una espada, cuya hoja había sido comida
por la tierra.
Garay, que conocía la habilidad y
eficiencia de Thomas, le confió el trazado de la nueva ciudad y el
amojonamiento de sus calles centrales, esas calles que los porteños
transitarían durante siglos. Antón deseaba volver a Portugal, a visitar el
terruño y mostrárselo a su mujer. Esperaba regresar y terminar sus días en
América, que ya era su tierra. Viajaron en la "San Cristóbal de Buenaventura",
construida por él mismo en Asunción y puesta en condiciones de soportar los
embates de la Mar Océana. Partieron una semana después de la fundación.
Llevaba la vieja empuñadura como único
recuerdo de la ciudad que vieran nacer y renacer. Su mestiza lo acompañaba. Fue
la anunciación de la nueva raza que se forjaba en América.
* Este artículo fue publicado en
“Historias de la Ciudad – Una Revista de Buenos Aires” (N° 6, Octubre de 2000), que autorizó su
reproducción a la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, que a se
vez la ofreció gratuitamente en su página web.